CULINARIA Y GASTRONOMÍA EN EL CÁDIZ DE LAS CORTES
El Lunes, 5 de Febrero de 1810, comenzaba el asedio napoleónico a la ciudad de Cádiz, terminando, también un Lunes, el 24 de Agosto de 1812.
La entrada de las tropas aliadas en Madrid y el desgaste que suponía el asedio a una ciudad inexpugnable, entre otros factores, impuso al mariscal Claude Víctor la determinación de ordenar la retirada de las tropas de la Grande Armée , de la Bahía gaditana.
Durante esos dos años, la población flotante y militar, debió asimilar un cambio en costumbres y actuaciones consecuencia del aislamiento propio del asedio francés. No así, sucedió con los nativos gaditanos, quienes a fuerza de invasiones, bloqueos, plagas, enfermedades y bombardeos, habían desarrollado una idiosincrasia propia, original y capaz de luchar con las adversidades de la época presente y pasada, tan bélica y plagada de infortunios.
Los convulsivos años en los que se engendró, desarrolló y por fin se parió la primera Constitución Española, la vida del gaditano natal y el resto de ciudadanos residentes, no fue muy diferente de los años anteriores a la etapa constitucionalista. Las materias primas, si bien habían disminuido en su provisión, al comienzo del asedio, siguieron llegando a Cádiz por la puerta del Mar, gracias al desbloqueo marítimo, que mantenía expedita las rutas oceánicas, garantizado por la flota británica y la española, constituida por catorce navíos y nueve buques menores de la flota española, compuesta en parte por la flota francesa fondeada en 1808 en la bahía gaditana y tan eufemísticamente capturada a los franceses, y los diecisiete buques de la escuadra británica. Aunque no se puede desdeñar que el aprovisionamiento ciudadano estuvo mermado durante el par de años de embarazo constitucional y despedida, a la francesa, del mariscal Víctor.
El aumento, más que notable, de habitantes, redujo la proporción de alimentos y bienes entre la población, ahora constituida por mas de setenta mil personas[1] según el censo efectuado a los pocos meses de finalizar el asedio.
Atendiendo a los estudios y estudiosos de la época, la ciudad estuvo bien abastecida sin llegar a los años gloriosos del siglo anterior, y al otro extremo, a las miserias del resto de la provincia donde el ejército francés campaba a sus anchas, pasando penurias y calamidades superiores a los asediados. Así lo afirma el Conde de Toreno[2]:
“…Arribaban a su puerto mercaderías de ambos mundos, abastábanle víveres de todas clases, hasta de los más regalados; de suerte que ni la nieve faltaba, traída por mar de montañas distantes, para hacer sorbetes y aguas heladas”.
Al parecer, el hielo, en la etapa que nos ocupa, era de uso común, posiblemente obtenido de las nieves caídas durante los inviernos en las sierras de Grazalema y Las Nieves en las cercanías de Ronda.
Recientemente pude contemplar varias fotografías del estado actual de los llamados neveros de la sierra de Las Nieves, apreciando su construcción similar a un pozo de unos diez metros de profundidad, donde se compactaba la nieve, para cubrirla posteriormente con paja evitando se licuara.
De su conveniencia tenemos referencia del Dr. Pedro María González, catedrático del Real Colegio de Cirugía Médica de Cádiz, en su obra “Tratado de las enfermedades de la gente de mar, en que se exponen sus causas”, donde menciona:
“El uso de las bebidas de nieve, y las friegas con el hielo fueron muy útiles en la epidemia de Cádiz del año 1800 en todos los sugetos que estaban muy abatidos….” (sic).
Corrobora esta aseveración sobre la normalidad del aprovisionamiento, los párrafos dedicados al abastecimiento de A. Alcalá Galiano en sus Memorias, donde expone:
“ La abundancia de víveres había producido tal comodidad de precios, que bien podía llamarse baratura…”.
Tan solo el agua escasea, aunque esta contrariedad era más que notable desde tiempos pasados y mal endémico en la ciudad, cuyo suministro se aportaba desde la otra orilla de la bahía y por los aljibes tan característicos de las casas gaditanas. No afecta la escasez de agua a las huertas del istmo[3], que se abastecen de los exiguos pozos, en torno a los cuales se establecen las huertas mas fructíferas de la ciudad, cuya producción meramente simbólica, representa un mínimo aporte a las necesidades vegetales de sus habitantes. A pesar de ello, se cultivan vides, papas y hortalizas, así como árboles frutales, sobre todo higueras y granados, por necesitar poca agua y resistir los embates del levante y el poniente, vientos reinantes, en ocasiones capaces de derribarlos.
La cantidad total de los productos obtenidos en estas huertas suponían un bajo porcentaje de las necesidades ciudadanas y el resto se aportaba desde el vecino litoral de Huelva y las tierras del sur incluidas las costas de berbería, proveedoras de reses y hortalizas. Curiosamente la totalidad del consumo de tomate, durante estos meses de vecindar con el francés, tuvo su origen en estas huertas del istmo y granjas próximas al estrecho. Este fruto, sembrado en la arena suelta de las huertas S. José, rastrea para evitar las sacudidas de los constantes vientos, y a los extremos de la planta afloran unos frutos pequeños y redondos como bolichas[4] que por tamaño y aspecto serán absueltos en la cosecha y que al transcurso de los años vinieron en llamarlos “cherrry” algunos avispados que merodeando por la Torre de Gracia, al norte de la ensenada de Bolonia, los descubrieron a miles, entre las tomateras de rastreo y que suponían la vergüenza del agricultor[5].
Y con ellos y algunos mas, aviaban militares y paisanos los bondadosos gazpachos tan necesarios para superar las guardias y labores, durante los meses estivales de esta ciudad donde medio año es verano y el resto invierno primaveral.
Sobre el empleo del tomate en la cocina gaditana de la época, conviene destacar su elaboración con pescados y ensaladas, tan tradicionales en los lustros anteriores y tan socorridas en las mesas de poca renta. Si las sopas, probablemente el sustento de socorro de las clases humildes, arropaban al pan asentado como ingrediente esencial, con la adición del tomate adquirió otra dignidad ascendiendo varios peldaños en la escala de las creaciones sublimes, resultando, la sopa de tomate, un legado a nuestra tradición que todos agradecemos y atribuimos sacras bondades.
¿Y que mención merece los denominados ajos o gazpachos calientes, donde pan, aceite, pimientos, ajos y tomates se coordinan para ahuyentar los fríos en los días invernales en que las brumas cubren las viñas de la campiña (ajo viña), los olivos serranos o las arenas caleteras?.
Representó el tomate, el aporte exótico de las tierras de la otra orilla, al menos para el pueblo llano, pues es bien sabido, que el fruto rojo no se apreció hasta las postrimerías del siglo XVIII, siendo hasta entonces considerado por las clases menos pudientes y hortelanos avezados que pronto entendieron su cultivo y venta como nuevo aporte económico y vitamínico.
Quizás, es en estos años, cuando el tomate comienza la sublime aportación americana a la gastronomía mundial, vehiculando el Cádiz asediado esta incorporación, con elaboraciones en sopas, ensaladas, gazpachos y como no, la fritada de tomate que acompañará para siempre a tantos platos por todo el orbe. De ello se encargará la diáspora constitucionalista de las razas y clases sociales concentradas en la ciudad del Doce.
Y ya que estamos de recolectores, apuntar, que las verduras, al igual que hoy, guarnicionaban a viandas más nobles de rebaños, corrales y caza, aunque este destino solo estuviera garantizado para la burguesía y clase acomodada, relegándose a heroicas amas de casas, de artesanos, obreros y resto de lumpen paseadores de muelles playas y tabernas, la excelsa virtud de hacer placentero unas hortalizas con legumbres y buen aceite, a la lumbre de unas brasas y el aporte de algunas especies; boronía, al fin, que así se nombra aun en Puerto Real.
Es esta clase social, la que con su infinita imaginación, crea guisotes como garbanzos con acelgas, arroz con habichuelas, coles aliñadas, habas con chocos y un largo etcétera que culmina con las berzas y ollas podridas donde los clérigos aprenden a bendecir y los reyes se arrodillan.
Abusando del privilegio del amanuense novel, me permitiré la licencia, de citar una receta[6] de las huertas del arrecife y la bahía circundante, aprovechando la bonanza veraniega que la calabaza roteña[7], establecida en estas costas desde el siglo XVI, aportaba a partir de agosto hasta bien entrado el invierno. Representa el mestizaje propio de los años gloriosos de una ciudad cosmopolita, mercantil y epicúrea.
Partiremos de una calabaza roteña de 2,5 kilos, junto a 175 gramos de almendras tostadas y molidas, unos 125 gramos de pan rallado, 10 gramos de ajonjolí, 3 huevos, 1 pizca de palo de canela molido, 50 gramos de avellanas de los toros[8], medio kilo de azúcar de ingenio cubano, un clavo de olor, 10 gramos de matalahúga y al remate un cacito (75 c.c.) del mas fino aceite de oliva. Con todo ello y dosificando la tarea, se cocerá en abundante agua fría de pozo, la calabaza, limpia de piel y semillas, cortada a grandes trozos en una olla al uso. Cuando ya esté tierna, se pasará a un cedazo y se dejará escurrir toda la noche. A la mañana siguiente, se pesará 1 kilo de ella y colocará dentro de una jofaina, a la que se irá añadiendo, el pan rallado, el azúcar, el granillo de almendras, las avellanas de los toros, tostadas y molidas, la pizca de canela, el clavito de olor, los tres huevos batidos y el aceite en un hilo hasta acabarlo. Se amasan todos los participantes hasta dejar una fina masa que se llevará a ocupar una adobera, bien untada de manteca. Se regará, con buena mano, el cielo de la masa enladrillada, con el ajonjolí y la matalahúga, y se llevará a la tahona, después de la última hornada, para que se impregne de aromas de candeal y humos de leña. Ya sabe, el tahonero, que deberá apartarlo del horno cuando la almarada salga impoluta. Ya en casa, se tomará frío.
A la vista de esta receta, probablemente de cocinera imaginativa, dedicada a las labores y atención de la casa, debemos concederle, al menos, un ápice de hedonismo, pues coincide con el encumbramiento de lo cotidiano y la búsqueda del placer de la buena mesa, aun apartada de las más nobles y pudientes.
Sobre la olla podrida, pronto aprendieron los franceses su preparación y tiempo les faltó para rebautizarla en tierras galas con la expresión potpourri. Al parecer no contaban en su patrimonio culinario con las bondades de la peninsular olla podrida. Sin embargo, es fácil imaginar, que más de un piloto o comandante de la flota de Rosily, a raíz del desastre de Trafalgar, degustara en casa de algún comerciante o principal de la calle Nueva, las particularidades y enjundia de una buena olla de berza, consagrada con garbanzos, habichuelas americanas, chícharos, habas, cebollas, ajos y coles del arrecife, chorizos y morcillas de Bornos, tocino entreverado de papada y carne de jarrete de vaca de La Janda , todo cocido en olla de cobre, al amor del hogar de carbón y con la paciencia de un cenobita. Citamos a gerifaltes militares y comerciantes opulentos, por no ser la berza gaditana u olla podrida castellana, manjar de braceros, asalariados y menesterosos, quedando relegada a la profusa burguesía gaditana, tan digna herencia visigoda[9].
Además de garantizarse el abastecimiento necesario para el sustento de militares y civiles, la ciudad almacenaba el superávit del suministro americano cuya referencia se muestra en las últimas páginas de los periódicos publicados. A guisa de ejemplo valga mencionar la entrada a puerto de algunas de las mercaderías reseñadas por el Diario Mercantil de Enero de 1812: 13.500 kilos de papas, 878 reses, 407.342 litros de vino capaces de gestionar una pandemia alcohólica por toda la península, 16.500 kilos de almendras, suficientes para elaborar y suministrar “pan de Cádiz” a toda la Grande Armée , 532 kilos de miel, 440 de anises y cominos, los primeros para las “poleás” y los otros para condimentos de “unas” papas “al escándalo”[10], 20.000 unidades de naranjas y limones, y una interminable lista en la que se puede apreciar el comercio de la ciudad “asediada” y consumidora de productos tan “básicos” para la alimentación como sardinas arenques, aceitunas de mesa o de 405 kilos de ajonjolí reflejados en la entrada del mes de Febrero en el mismo periódico y “certificado oleaginoso” del exceso de condimentos acreditativos de una abundante existencia de materia prima donde emplearlo.
La entrada de más de dieciséis mil kilos de almendras, nos induce a pensar en la elaboración de ajo blanco, en cuya receta, la almendra es protagonista. Muy anterior al asedio, el ajo blanco o sopa fría de almendras (elocución actual de cardenales coquinarios con aureola mediática y babucha de acólito de orden menor), se elabora durante los meses calurosos del estío y los templados primaverales, aliviando gaznates y alimentando músculos y corazones de las clases menos adineradas. La receta aun permanece invariable e incluso la aportación de la uva moscatel sobre el plato sopero, sigue coronando el ajo blanco de Antequera, donde el aceite es de hojiblanca y la uva de Manilva.
La abundancia de almendras nos conduce a la fabricación de harina, unida a la propia de garbanzos, castañas y habas, que a diferencia de las de trigo, se emplean para rebozar[11] verduras y pescados, cediendo a la mas noble del triticum para la elaboración de pan y repostería.
Para esta función, se dota a la ciudad, de un molino de vapor, situado en el barrio del Balón, e importado de los Estados Unidos de America, por el marqués de Casa-Irujo.
Quemando carbón de piedra, era capaz de moler en 24 horas, 124 fanegas de trigo (unos 5.208 kilogramos ) lo cual representa una capacidad de molturación capaz de suministrar harina a las 76 tahonas y 4 panaderías públicas existentes en esos momentos en la ciudad. Además era susceptible de ampliación, pudiendo alcanzar su producción 1.000 fanegas de trigo diarias[12].
Considerando que el alimento por excelencia del gaditano, desde la reconquista de Alfonso X, en 1.262, es el pescado, generalmente frito, podemos anticipar que la experiencia en estas preparaciones es inigualable y perdura hasta nuestros días. No tiene secretos un frito gaditano y solo requiere el seguimiento del manual de bolsillo para estos menesteres, a saber:
Una pescadilla fresca, limpia de escamas e intestinos, cortada a rodajas de 15 milímetros de grosor, transversales y exactamente perpendicular a la longitud del pescado, de tal guisa que conformen perfectos cilindros rectos; harina de trigo asemolada, en cantidad suficiente para envolver completamente la rodaja de pescado, previamente sazonado con sal; aceite de oliva contenido en un perol y fuego suficiente como para subirlo a 180 grados de temperatura; depositar la rodaja enharinada sobre la palma de una mano y golpearla con la otra como si de un recién nacido se tratara, con el fervor suficiente para romperle el primer llanto, momento en que se debe botar en el aceite y esperar a que la rodaja de pescadilla navegue lo suficiente para dorarse por su “obra viva”, aviso para hacerla zozobrar y rescatarla del aceite cuando en su totalidad haya adquirido un seductor tono dorado. Vararla sobre un lienzo para que seque los llantos del aceite. Ser pacientes y disponerse para degustar un pescado cocido en aceite, protegido de una fina capa de harina indicadora del grado de cochura, de textura crujiente, a la primera escaramuza, y melosa y rebosante de jugos el resto del ataque. Una obra maestra de dignidad imperial, singular y refinada.
En cuanto al aceite de oliva, grasa de uso común en la cocina andaluza desde que Argantonio despidió a la primera expedición fenicia, saber que su depósito genera un sedimento espeso y viscoso , aquí llamado borra y según pudimos oír relatar, se empleaba, hasta hace unas décadas, como grasa para freír pescado.
En el conjunto del Cádiz peninsular y La Isla , esta costumbre desapareció al final del siglo XIX, mientras que en otras poblaciones de acreditada fama en la ciencia de freír pescado, como Sanlúcar de Barrameda, perduró hasta los años cincuenta del pasado siglo.
La alternativa natural al aceite de oliva, se centraba en la manteca de cerdo, profusamente utilizada para dar sustancia a guisos de carnes y horneados.
“Frótese con manteca la pata del cabrito muerto, apéguense abundantes ajos machacados, rocíese con sal y se le arrima laurel. En tortera de cobre se acerca a la lumbre y se tapa con la chapa cubierta de ascuas de carbón. Con resignación, aguardar hasta que el cabrito luzca oros y los aromas embriaguen”.
Con esta sencillez, se despachaba la fórmula, para la pata de cabrito, de un viejo recetario testigo de mantecas y parquedad en la elaboración. Se aprecia como el horno de casa, se obtiene tapando el recipiente con una plancha cubierta de ascuas de carbón, que garantiza el aporte de calor por arriba y debajo de la tortera, generando un efecto de calor cerrado y envolvente.
Con la técnica empleada en los exquisitos fritos de pescado y las harinas de garbanzo, almendras, habas y castañas se preparaban los afamados rebozados en la mayoría de casas, posadas y mesones, dotando a la pieza rebozada, de sensaciones dulces y exóticas, hasta entonces no catadas.
Este enharinado en molturaciones de frutos secos ha estado vigente hasta nuestros días, y en más de una ocasión, algún imaginativo “restaurador” ha pretendido sorprender a su clientela con rebozados de frutos secos como novedosa “creación contemporánea”.
Es muy común durante estos años y posteriores el rebozado, en pasta de harina, agua y huevos frescos, de verduras y pescado, correspondiendo a la hoy llamada “tempura japonesa”, o pasta de rebozar, cuyo origen, más que probado, es una aportación eclesiástica de los misioneros jesuitas emigrados a Catay y Cipango, con intención de salvar a los herejes orientales de budas y deidades bucólicas.
A finales del XVI y comienzos del XVII, los discípulos de Ignacio de Loyola, se empeñaron en trocar el incienso por el sándalo, y en este empeño aportaron la receta de la pasta de rebozar al pueblo japonés que prácticamente desconocía la ciencia del frito y entre salteados, crudos y marinados, cumplían con su cocina.
Es probable que encontremos en la baja edad media, el origen de “envolver” vegetales y pescados en esta poleá[13] , freírlos y obtener un sabroso crujiente. Es más factible rellenar la existente masa de buñuelos, que no engendrar una pasta para un sólido de uso cotidiano, así, algún ocurrente, en cualquier plaza de pueblo, pudo introducir en los buñuelos que vendía a los transeúntes, cualquier trozo de vegetal o bacalao, obteniendo un buñuelo relleno o un rebozado en tempura, que tanto monta.
Arañando ligeramente el bacalao, no podemos abstenernos de mencionarlo como género común en los platos gaditanos de la época que nos ocupa. La tradición obedece a la abstinencia de carne, impuesta por el clero, durante ciertos periodos, y el consecuente consumo de pescado aun en zonas alejadas de la costa, además de proveer de proteínas a esta misma población a bajo coste, y en Cádiz se comía desde tiempo inmemorial.
Una prueba de ello, es la cita de la siguiente receta en el inédito cuaderno manuscrito La Cocina Doméstica de Dñª. María Benítez de Ruiz, comenzado el día de los Inocentes de 1829:
Después de cocidas las raciones o tajadas, las pondrás a escurrir y las pasarás por aceite, y las irás poniendo en la vasija: le echarás perejil, agua sazonada hasta que se bañe: freirás cebolla, y en estando frita, echarás un puño de harina con la cebolla y todas especias y un poco de apio, y todo esto sobre el bacalao, que de un par de hervores.
Y ya puestos, no puedo reprimir comparar la receta de “Bacalao como anchoas” del mismo manuscrito, con el bacalao provenzal, cuya receta aparece citada en el Cocinero Práctico, edición de 1905, atribuyendo su escrito al barón de Brisse (?), nacido con posterioridad a la campaña española, y si bien no reflejaré la gala, sí lo haré con la manuscrita, pues representa un plato actual, al cabo de doscientos años. Es bien sencilla:
En seco se le hacen migajas con las uñas; se le dan cuatro o cinco aguas a fin de desalarlo un poco; se majan muchos ajos, se soban con aceite y se le pican perejil, cebolla, huevo duro rayado y un poco de vinagre.
Se obtiene, una pasta de bacalao aliñado, capaz de cubrir unas tostaditas con la dignidad de diputado doceañista.
Este , mas que notable, alarde de existencias, sentencia definitivamente a los agoreros que reducen los años de asedio a un periodo de tiempo miserable, calamitoso y de apocalíptica hambruna, en la ciudad que nunca fue francesa.
La prueba definitiva de esta aseveración la refleja el Redactor General en su edición coincidente con el alumbramiento de la Constitución , el Jueves, 19 de Marzo de 1812, día de San José y dice así:
“La Regencia del Reino, con fecha 15 del corriente, ha declarado en estado de bloqueo toda la costa comprendida desde el Puerto de Santa María hasta Ayamonte para todos los buques nacionales y extranjeros, al fin de que por pretexto alguno puedan introducirse víveres a los enemigos….”
Se acredita con esta ordenanza, además del excedente alimentario, la picaresca gaditana, su afinidad al contrabando, su atavismo al trapicheo y su naturaleza de chipichaca[14]. De esta idiosincrasia gaditana comentaremos, posteriormente, su cualidad más sustanciosa, la imaginación y creatividad.
Sin embargo, pecando de reiterativos, se debe apreciar la mención al suministro de nieve “para hacer sorbetes y aguas heladas”, indicando con ello, que hasta lo más accesorio se podía conseguir en la ciudad, objetivo de los morteros “villantroys”.
El comercio con América garantizó el enriquecimiento de nuestra cultura culinaria más básica. Las nuevas mercaderías y comestibles del continente americano proporcionaron un cambio sustancial en nuestra alimentación, aunque no definitivo o radical, como sucedió con casi toda Europa durante el siglo XVIII, con la papa que tanta hambruna mitigó. El cosmopolitismo originado por la exclusividad del comercio con las Américas, la afluencia de aventureros, comerciantes, intelectuales, artesanos, malhechores, religiosos y todo un completo muestrario de raleas, habían conducido a Cádiz a la cima de su gloria, estableciéndose como la quinta ciudad más importante del mundo occidental. El efecto de esta amalgama social, generó una cultura singular y única.
Representantes de todas las naciones europeas, constituían el censo de la trimilenaria ciudad.
Organizados en gremios y clases sociales conformaron el más ancho espectro de costumbres en comer, vestir, divertirse y hacer vida social y ciudadana de un Cádiz opulento que servía de punto de entrada y partida para todo lo que a la mar océana izaba velas. En una ciudad con estas características, debemos suponer, no faltaba de nada, y consecuentemente, sería la primera en examinar y emplear las materias primas que arribaban procedente de la otra orilla del océano, y al mismo tiempo, embarcar provisiones y flete para su venta y distribución por las nuevas Españas, las costumbres culinarias, debían de ser completísimas y de una magnitud tal que podrían abarcar desde pasta de castañas con ibéricos, hasta guiso de habas con coñetas[15] caleteras, pasando por la mazamorra de abordo y la merluza cocida y napada[16] con pimentón y ajos.
La cocina de castaña, de notoria relevancia, nos vino precisamente de la influencia genovesa y de ella debemos sacar la chuchería que en las tertulias de aquellos días se degustaba, ora en las culturales y literarias de los cafés de Ancha, San Antonio o el más afamado de Cossi, ora en las privadas de Margarita López de Morla o en la de Frasquita Larrea y Aherán.
Es precisamente en estos foros donde se reúnen las capas más altas de la sociedad, aglomerando a intelectuales, empresarios, congresistas, clérigos y gente acomodada, que además de establecer una tertulia, tiene a bien, según sana costumbre, departir con una taza de café en una mano y un pelitrique en la otra, y este sería en el mayor de los casos el genovés castagnaccio[17], cuya fonética podemos asumir a que se refiere fielmente.
Es este castañazo, por gaditanizarlo, un bizcocho elaborado con harina de castañas y relleno con una suerte de piñones y pasas, consecuencia de mezclar la harina con agua, aceite de oliva, adicionar los frutos secos y luego llevar al horno para obtener un “castañazo” de textura imposible y con recomendación de no mojar en el café so pena de hacerlo desaparecer de la taza.
Junto al castañazo gaditano-genovés, se servían ginebradas, cierto género de hojaldres o tortadas, hechas de manteca de vaca, azúcar y cuajada, muy al gusto de tertulianas, y necesario cumplido para las visitas.
La ancestral costumbre gaditana del paseo y la charla, se formalizó, a partir del siglo XVIII, generando círculos donde las ideas se intercambian, se gestionan negocios, se comenta sobre arte, literatura, música y todo aquello susceptible de generar opinión.
El romanticismo acuna la formación de estos grupos sociales afines, generando entidades constituyentes de ateneos, círculos mercantiles, casinos y como no tertulias en casas privadas.
La oferta externa y oficiosa de estos foros de diálogos, corresponden a los cafés, donde se reúnen, cada día, los prohombres constitucionales, y todo el resto de la sociedad mas considerada, quedando la taberna como el aglutinador del resto de la clase obrera y trabajadora. Que debía ser abundante, a tenor del párrafo donde hace mención de ellas Ramón Solís, citándolas de numerosísimas, todas de montañeses, como era tradición, a excepción de la del familiar del Santo Oficio, que oficiaba desde la calle San Juan, con cañas de manzanilla y vino de , sacramente bautizadas, y que inspiró a Pablo Jérica, autor del epitafio de sorna anticlerical: “ Aquí Fray Diego reposa – Y jamás hizo otra cosa”, con los siguientes versos:
A esa ermita no entro, hermano.
No le tengo devoción.
Su vino será cristiano
Pues la puso un don fulano
Miembro de la Inquisición[18].
Hasta nuestros días, se alargó la vida de La Privadilla , en la plaza de Gaspar del Pino, y desgraciadamente, sucumbió años atrás, ante el empuje del ladrillo, más contundente que los obuses galos.
En ellas se reunían parroquianos y necesitados de caldos de Chiclana, o los nativos de bodegas Lacave, bodega fundada en 1810 por Pedro Lacave, de origen francés y que después del asedió las situó en extramuros, hacia el este de la parroquia de San José, si bien es la sanluqueña manzanilla el vino más consumido, tratándose Cádiz del puerto de exportación , por excelencia, de estos caldos, y siendo en ella, donde más se aprecia[19]. En ellas, además de la propia toma de vinos, se entonan cantes y se arrima pescado frito del freidor mas cercano, acompañado de aceitunas, que con ello es suficiente para calentar voces y comenzar la tradición gaditana de unir vino, pescado frito, ventas del arrecife y cante hasta la madrugada.
Si el café, se certifica como centro de reunión apropiado para la tertulia de diputados, comerciantes, empresarios y alta clase social, su degustación era generalizada y obedece al gusto de esta infusión de toda la población, al igual que el cuarteto vino-pescado frito-venta-cante marcó el comienzo de esta peculiar forma de diversión, el café, puntualizo, su obtención, refinó al pimpi de Cádiz, institucionalizando el modus operandi de este personaje surgido del tráfico portuario y el comercio excepcional que se mueve frente a sus pícaros ojos. El pimpi, es un producto fruto de las baja clase social, analfabeto, joven, pobre como una rata de bajel, descarado, avispado y capaz de todo, vaga por el muelle a la espera de agenciar lo ajeno y arreglar la carga de cualquier navío, y gusta del café. Asoma por la colla y agudiza cuando de una carga de grano de café se trata y necesita mano de obra para desembarcarla. Acude con el gancho y se enrola para descargarla. Cuando el puntal deja sobre el muelle la red con los sacos, se acerca y traba uno para arrastrarlo hasta el carro que lo transportará a los almacenes del fletador, y mientras hace esto, gira la muñeca, de la mano que soporta el gancho, para barrenar, cuanto más mejor, el saco y hacerle un agujero suficiente como para que el grano caiga distraídamente sobre el pavimento, dejando un reguero de grano del tamaño de un liño hortense.
Terminada la descarga, y ágil como un gato, recoge el grano “distraído” y se lleva en un saco el producto de su “colaboración” con la colla de estibadores.
Ya en la azotea de su casa (las azoteas de Cádiz han representado, desde el siglo XVIII, la quintaesencia del gaditano, y constituye el epicentro de cualquier actividad que se pueda imaginar), se dispone a repartir en cantidades menores y disponibles para la venta. La agudeza que le proporciona la calle y las calamidades consecuentes, le llevan a tostar el café en un artilugio de dudosa adquisición y consistente en dos sartenes opuestas y encaradas, unidas por el extremo contrario al asa por un gozne, y con un orifico en una de ellas por donde asoma una manija que al girarla mueve una pala de su interior.
Este utensilio, de uso común en las viviendas de Cádiz, amantes del café, casi todas, se manufacturaba en la calle de los Herreros (Actual Rosario), donde este gremio era mayoritario. Era pues, bien fácil, perfumarse con café tostado a la hora del paseo, tal era el gusto por el café, y como no, la abundancia de pimpis, que en los siguientes decenios de decadencia impasible, se actualizarían a guías turísticos de los vapores de la Transatlántica.
Anecdótica, se puede considerar la herencia escrita de las recetas de la época, y es necesario apoyarse en la oral, que durante decenios, transmitió la suculenta información de madres a hijas. Las estadísticas examinadas del año 1.877, señalan el aterrador índice del 62% para los hombres analfabetos y un misógino 81% en la población femenina. Es fácil imaginar que entre 1.800 y 1.820 sería más elocuente esta desafiante guerra contra la ilustración.
Sin embargo, esta misma adversidad, debemos considerarla como el nutriente necesario para desarrollar una imaginación de excepcionales proporciones.
Un pueblo, como el gaditano, heredero de cien mil raleas, de espíritu abierto, aventurero, curtido con la brisa del mar, puerta de su destino, ancestralmente culto, sufridor de infinitas decepciones, ávido de conocimientos, asimilativo de las ideas liberales de la revolución del país al que combatió, de imaginación ilimitada, avezado en adversidades, desarrolló durante los años de asedió la creatividad atávica de los pueblos de aluvión, y como no, sus hábitos culinarios.
Podemos figurarnos una sociedad prolífica en creaciones culinarias, de vastísimas influencias, fruto de esa inigualable Imaginación.
Y no podemos despreciar la leyenda que aquellos años originaron, y a ella evocamos con la recreación del más universal y representativo de nuestros platos.
TORTILLAS DE CAMARONES
Esta maldita Guerra de España fue la causa primera de todas las desgracias de Francia.
Con esta frase se lamentaba Napoleón en el exilio de la Isla de Santa Elena. Nunca supo, murió antes de enterarse y concluir, que la chispa que hizo estallar a la Grande Armée , se originó, aquí; en los cercanos caños y salinas de la Isla de León y Cádiz.
A raíz de la derrota del ejercito español, en la batalla de Ocaña, en Noviembre de 1809, el Duque de Alburquerque, José Miguel de la Cueva y de la Cerda , Grande de España y general del ejercito español, reunió los restos de las fuerzas regulares españolas y los condujo hacia Sevilla donde estaba reunida la Junta Central. Poco tiempo después, el imparable movimiento hacia Andalucía del ejercito francés al mando del Mariscal Soult, Jean de Dieu, el “cojo robacuadros” (Inmaculada de Murillo “inmaculada de Soult” recuperada por Franco al gobierno de Vichy en 1.941), forzaban a la Junta Central y al maltrecho ejercito español partir hacia Cádiz, entrando en la Isla de León el 4 de Febrero de 1810, en plenos carnavales gaditanos, que verían, con “Grand envie” los galos desde los merlones y cañoneras de Fort Sant Louis y baluarte de Matagorda.
Comenzaba el asedio gabacho a las islas gaditanas que albergaban a una población muy superior a la habitual y se convertía en el único reducto español no invadido por las fuerzas de la Grande Armée.
El Mariscal Víctor, (Claude Víctor-Perrin) con el grueso de sus tropas, acampaba en el extremo de la tierra firme de Chiclana más próxima a los caños y salinas de la Isla de León, en el hoy denominado “Pinar de los franceses”, estableciendo su estado mayor de la ermita de Santa Ana.
En los días posteriores distribuiría su artillería a lo largo de los caños comprendidos entre el castillo de Sancti-Petri y Puerto de Santa María, donde situó la batería de Santa Catalina. Mientras tanto, las tropas españolas hacían lo propio y construían una línea de defensa a lo largo de caños, salinas e istmos, protegiendo la isla de León y Cádiz.
En los primeros meses del asedio la escasez de alimentos disparó la imaginación de gaditanos y cañaíllas, mientras que las tropas de Víctor, rapiñaban las existencias de comestibles y ganado de Chiclana y toda la rivera oriental de la bahía.
En los meses siguientes, la abundancia de alimentos de las tropas francesas se tornó miseria y la hambruna de las tropas y paisanaje gaditano pasó a moderada abundancia una vez restablecidas las líneas de suministro por parte de la flota inglesa, aliada de la Junta Central. El abastecimiento de víveres y pertrechos dio lugar a el extraño escenario de ver hambrientos a los sitiadores y ricamente abastecidos a los sitiados. Solo la abundancia de conejos, prácticamente la única fuente de subsistencia, mitigó a las hambrientas tropas francesas.
Se determinó, entonces, enviar a unos emisarios, que aprovechando la supuesta hambruna de las tropas asediadas, intercambiaran huevos de Gallineras (Granja destinada a la cría de gallinas para suministro de carne y huevos a los buques de la escuadra atlántica, chipichacas por mas señas) por conejos. Así, los “astutos” franceses infectarían a los sitiados isleños, con los conejos, posiblemente infectados de mixomatosis, y además obtendrían huevos frescos de Gallineras. Este intercambio y comercio con las tropas imperiales se hizo muy común en los meses posteriores al asedio, pues se dio la paradoja antes indicada que los sitiadores pasaban verdaderas calamidades mientras que los gaditanos contaban con una relativa abundancia de alimentos y enseres.
Y el artillero Butifairre sabía de este trueque gastronómico entre sus hombres y los del otro lado del Caño de Sancti-Petri. Por ello formó una expedición de conocidos tratantes y recaderos, a cuyo gobierno asignó al sargento de granaderos Jean Collons, en gadita refinado “Juan Cojones”, lo cual expresaba de manera precisa la hiperactividad del pollo. Junto a él, los soldados artilleros Louis Paul Poc , conocido en la rivera opuesta del Caño como “Uiii”, y Seul An Boisson (solo un vaso) apodado “el jilguero” por su inherente afición al alpiste.
Este ramillete de virtuosos y aguerridos soldados, destinados y servidores en el fuerte de San Cristóbal, ubicado en el cerro del mismo nombre, y puesto más avanzado con siete cañones, mantenían desde la llegada del Mariscal Víctor a Chiclana, cierta complicidad con las tropas españolas destinadas en las baterías de primera línea de Los Ángeles y Gallineras, en la rivera opuesta del Caño de Sancti-Petri.
La guarnición de la batería española de Los Ángeles, estaba constituida por un sargento y cinco voluntarios, si bien en la más de las veces y cuando no había intercambio de obuses, solo la custodiaban un par de voluntarios. Dos de ellos, el nativo de la Cruz de la Verdad , pimpi de Cádiz, paseador de muelle y ojeador de panolis, Iñigo Blasones Montoya, al que llamaban El Petaca, por razones obvias, y el voluntario de origen vasco Palaguerri Echapartegui, que en gaditano de la Calle Ancha sería “Guerrillero de la Pala descolocado” y en gadita mas de la parte de La Viña sería “Peón de Albañil escaqueado” y a la sazón “El Paleta” , estos prendas, prosigo, prácticamente vivían en la batería y constituían la avanzadilla de los “intercambios comerciales” franco-españoles, hoy “Exportaciones e Importaciones Paleta-Petaca S.L.”.
El 25 de Octubre de 1810, alrededor de las 5 de la tarde[20], el Petaca y el Paleta levantaban el salabardo que cada mañana sumergían, con restos de pescado, en el Caño para capturar cangrejos, anguilas (anguilla-anguilla) y camarones, apoyándose con ello un aporte de nutrientes esenciales carentes en el rancho convencional y diario de la tropa.
Echado sobre el pequeño embarcadero, El Paleta, levantó el arte de pesca y de un vistazo anunció al Petaca:
—Petaca, aquí solo hay camarones y además muy mijitas—
—Da igual, sube con ellos que algo de provecho sacaremos. —
El Paleta se deslizó entre los parapetos y a través de una cañonera pasó al otro lado de las defensas, custodiando los camarones.
Mientras tanto, el Petaca, rebuscaba en el morral algo con que unir a los camarones y levantar la cena dignamente si ello fuera posible. La “jumancia”, no faltaba. Manzanilla de Sanlúcar, finos de Chiclana que reposaban en Cádiz, y los propios de las Bodegas Lacave, fundadas ese mismo año 1810, para regar el rancho, y aguardiente que abastecía la flota anglo-española, para rascar las gargantas irritadas de pólvora y fragor artillero.
—¡Que!, ¿Hay algo que jalar? —, preguntó el Paleta.
—Solo un poco de sal, harina de garbanzo y para de contar—, apostilló el Petaca.
—Me acercaré al barracón y si logro darle las vueltas al sargento, veré si arramplo con algo para calentar el estómago—, aseguró el Paleta.
Oculto por las entreluces del crepúsculo y desplazándose con sigilo llegó hasta la puerta del pañol de víveres. Forzó el tosco candado y entró cerrando la puerta a su paso. Prendió un cabo de vela sin que le sirviera de mucho, pues solo había sacos vacíos y algunas anguilas en secadero, que palpó con avidez y rechazó. Demasiado pronto, pensó, para comerlas. Hurgó en los sacos sacando de ellos las manos blancas. Restos de harina de trigo que poco podrían colaborar en la cena. No obstante, fue escurriendo todos los sacos sobre el cuenco de beber consiguiendo verter hasta medio tazón. Una última mirada por entre las sombras que la bujía alumbraba, fue suficiente para distinguir fugazmente una vasija de barro cerrada con un corcho. No tardo en destaparla y oler el sutil aroma de aceite de oliva.¡Bien, Paleta!, se dijo. La tomó con sumo cuidado y dejando todo como si nada hubiera ocurrido, salió del pañol con destino a los merlones de la defensa donde le esperaba el Petaca, al que le enseñó lo poco que había podido agenciar en el pañol.
—Hasta mañana no nos traerán la manducatoria. He traído aceite y podremos hacer una fritadita de sopaipa salada—
Sin más retórica, se dispusieron a mezclar la totalidad de harina de trigo y una proporción igual de harina de garbanzo, algo de sal y agua hasta formar una masa ligera. Por último y a falta de otra proteína, El Petaca, vertió los camarones sobre la masa con el asombro y perplejidad del Paleta, quien lo censuró entre exclamaciones soeces (borderíos en latín).
—¡Tate, montañés!, que la sopaipa será cortés con el camarón al igual que con el perejil, que así nos mataban las apetencias en mi casa. —
(Montañés era el tratamiento del Petaca a los no nacidos en Cádiz)
Arrimaron un perol a la lumbre y vertieron en él una buena cantidad de aceite de oliva. Mientras el aceite se calentaba, ellos hacían lo propio con aguardiente cuyas raciones diarias formaban parte de la provisión de la tropa. Cuando el aceite comenzó a humear, vertieron unas cucharadas de la masa y observaron como se doraban para rápidamente girarlas y hacer lo propio por el lado opuesto. El virazón de la tarde, pronto extendió el aroma de la fritura a la otra orilla del caño, desde donde los tres franceses de la expedición Butifairre, habían partido hacía algún tiempo.
Arrastrándose entre el fango de lucios y canales, portando las perchas de conejo, los gabachos llegaron a la orilla de las tropas españolas, justo delante de la batería de Los Ángeles. Tras aliviarse de la sofoquina, aun resollando y hasta las trancas de barro, el sargento “Jean Collons” (Juan Cojones), con voz grave y pachorra natural, gritó el “santo y seña” que conocía de otras ocasiones:
— Blasones……..—
Dejando que la última sílaba se alejara con el viento. Desde el otro lado, reconociendo a los franceses, el Petaca contestó:
—¡Tríncame los cojones!—
Mientras el Paleta se descojonaba con el cifrado del “santo”, y pensando que ahora el visitante debía acabar con la “seña”. En esto, el sargento gabacho refunfuñaba y se disponía a vocear la “seña”:
—¡Montoya! —.
El Paleta se tiraba por los suelos entre carcajada y jipíos esperando que el Petaca contestara a la seña:
—¡Tríncame la polla! —. Y dejando una leve pausa agregó: —Adelante francés—
Mientras esbozaba una tenue sonrisa de satisfacción imaginando la expresiva cara congestionada del sargento Juan Cojones.
El comando gabacho, pasó por entre las defensas encontrándose con las “fuerzas vivas” de la batería de Los Ángeles, El Petaca y el Paleta.
—Huelo a comida y al parecer apetitosa— Saludó “Jean Collons” aun con la cara negra de fango y chorreando agua de su sufrido y deslucido uniforme.
—Acercaos a la lumbre y probar esta maritata recién frita—
Les saludó el Petaca con la escudilla llena de tortillas de camarones.
—Buen aspecto tienen estas tortas y valgan para compensar la humillación del “santo y seña”—
Contestó el sargento “Jean Collons”, observando el encaje y filigrana que constituía la sugerente tortilla de camarones. Tomó una apreciando como los dos españoles le observaban atentamente mientras se la llevaba a la boca. La expresión le fue cambiando de cabreo mayúsculo a bondadosa felicidad que le dejó absorto, hasta que se percató de ser el centro de atención del grupo, recobrando, entonces, la expresión grave y propia de un sargento de la Grande Armée.
—Robado en nuestras líneas, imagino— aseveró con voz grave y firme mientras saboreaba el crujiente de masa y camarones tratando de asimilar todo el contenido en un solo bocado.
— “Úii”, “Alpiste” tomad una por cabeza que a vuestro Juan Cojones le ha afectado el frío del caño y seguramente le han tocado con el plomo de una tercerola—.Les ofreció el Petaca.
Los franceses saborearon la torta (hasta entonces la torta, pues es el sustantivo natural y no la tortillita que indica una clara disminución de sus cualidades) mirándose entre ellos sin llegar a comprender como podían estar en aquellas circunstancias de calamidades y miseria, lejos de sus casas, delante de unos harapientos españoles y degustando aquella delicia crujiente con tenue sabor a mar y a mercado semanal.
Ya con la noche encima, los franceses se fueron por donde llegaron, con efluvios de aguardiente y manzanilla, relamiéndose los bigotes, sin conejos ni huevos de intercambio, despidiendo a la feroz guardia del “santo y seña” tan singular por la inusitada y sorprendente cena.
Al amanecer del día siguiente, 26 de Octubre de 1810, en la batería del cerro de San Cristóbal, los artilleros franceses, emplazaban un mortero diseñado por el General de artillería comandante en jefe Sénarmont y el comandante Villantroys, y manufacturado en la fábrica de artillería de Sevilla dirigida por Manuel Pí de Arrós al servicio de las tropas napoleónicas. Se probaban las modificaciones efectuadas al mortero de largo alcance que vino a llamarse Villantroys, en honor del comandante que lo diseñó. Mientras se efectuaba el emplazamiento, los tres integrantes de la expedición “conejo”, que aún se relamían los mostachos recordando las tortillas de camarones, y destilaban vapores de la jumancia de la víspera, acudieron a la batería para informar al capitán Butifairre de lo sucedido. Cuando observaron la disposición del mortero Villantroys apuntando hacia la batería española de Los Ángeles, advirtieron entre gesticulaciones y voceríos lo desafortunado de disparar a aquella posición concretamente. Los motivos eran evidentes: el conchabeo con el Petaca y el Paleta, el mal vinagre que estos gastaban y lo mas relevante: el descubrimiento de las “tortas de camarones” de las que desconocían su composición.
Pueden imaginarse el dialogo entre el sargento Jean Collons y el capitán Butifairre:
—Mi capitán, que nos vamos a buscar un disgusto. Que los de allí tiene muy mala uva. Que nos van a responder con una andanada. Que son buenos artilleros,.Que…………..—
Pirrondelle, hizo caso omiso de las observaciones y los mandos franceses se dispusieron a la prueba del mortero. En el primer disparo la granada sobrevoló la batería de Los Ángeles, explotando muy cerca de los reductos ingleses del Zaporito. Variaron el ángulo de tiro y otra granada partió hacia la batería de Los Ángeles cayendo a pocos metros de donde evaporaban los alcoholes el Petaca y el Paleta. Cabreados por el mal despertar, armaron un cañón y apuntaron directamente al bicornio del General Sénarmont. El acierto fue tal, que de un solo disparo barrieron al general Sénarmont, al Capitán Butifairre y a los servidores del mortero.
El 26 de Octubre de 1810, fallecía un General francés y nacían para la historia las célebres y gaditanas tortillas de camarones.
© -Mariano Del Río.-
Bibliografía:
Nicolás de la Cruz y Bahamonde, Conde de Maule “Viaje de España, Francia e Italia”, tomo XIV.
Ramón Solís, “El Cádiz de las Cortes”.
Alberto Ramos Santana, “Cádiz en el siglo XIX”.
L. Coloma “Recuerdos de Fernán Caballero”.
Miguel Aragón Fontenla, Pedro A. Quiñones Grimaldi “La batalla de Chiclana, 5 de Marzo de 1.811”
Alberto González Troyano “El Cádiz Romántico”.
Luis Benítez Carrasco “Dichos y cosas de Cádiz”.
Sebastian de Covarrubias Horozco “Tesoro de la lengua castellana”.
Jesús Romero Valiente “Medina Sidonia y su cocina. Algunos recetarios del siglo XIX”.
María José de la Pascua Sánchez , Gloria Espigado Tocino “Frasquita Larrea y Aherán, europeas españolas entre la Ilustración y el Romanticismo”.
Francisco J. Lomas Salmonte “Historia de Cádiz”.
Pedro María González “Tratado de las enfermedades de la gente mar”.
Ana Mª Gómez Díaz “La Manzanilla , historia y cultura, las bodegas de Sanlúcar”.
María Benítez de Ruiz, manuscrito inédito “La Cocina Doméstica ”.
Mariano Del Río Artículos relacionados.
[1] Alberto Ramos “Cádiz en el Siglo XIX”.
[2] Conde de Toreno “ Historia del levantamiento, guerra y revolución de España”.
[3] Unión exclusiva que enlaza la ciudad con tierra firme, hoy denominada “puertatierra”. Durante el asedio, la mayoría de las construcciones fueron derribadas por el constante bombardeo.
[4] En Cádiz, canicas o bolas pequeñas con la que se juega al crivi
[5] Esta curiosa historia me fue contada hace algunos años por un agricultor ecológico que pertenece a una cooperativa agrícola de Villamartín, y cuyo banco de semillas posee la variedad indicada y rescatada de esta zona de la costa gaditana. La anécdota que me transmitió muestra como entre los vecinos agricultores se vigilaban para no coger esta variedad pequeña y “despreciable” de tomatito tan “indigno” a pesar de la hambruna postbélica iniciada por el general bajito y voz de castrato. Al parecer, las condiciones topográficas conformaron un entorno idóneo para que los frutos de tamaño normal evolucionaran a otros más pequeños, y por ello condensados, capaces de sobrevivir en un ámbito tan ventoso.
[6] Medidas actualizadas al S.M.D. Cantidades ajustadas y comprobadas para su elaboración, por cortesía de Juan R. González Higuero, profesor de la E.H. de Cádiz.-
[7] Cucurbita Pepo.
[8] Expresión gaditana empleada para discernir con la de cacahuete, también llamado avellana.
[9] Dice Covarrubias, en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española: “Sesenta ollas al mes, es el gobierno de un hidalgo próvido, porque la olla, así a la comida como a la cena, satisface a la gente con la carne y lo demás que se echa en ella y con una escudilla de sopas”.
[10] Guiso gaditano decimonónico y actual , de papas, cebollas, pimientos, tomates, cominos, ajos, laurel, aceite, sal y pimienta, cuyo resultado “escandaliza” por el pobre aporte de la verdura, haciéndolas irresistibles.
[11] Rebozar, aparece por primera vez con la acepción actual en el DRAE de 1.803.
[12] El Cádiz de las Cortes. Ramón Solís.
[13] Poleás: Gaditanismo de Poleada, renovada entre las murallas de Cádiz y correspondiente a una mezcla de aceite de oliva, calentado con matalahúva, para obtener su infusión, al que se le añade harina fina, leche para ligar una pasta fina, y se remata con azúcar y canela en polvo. Se sirven con cubitos de pan frito.
En el texto que nos ocupa, la expresión “poleá” obedece a la acepción de una mezcla de harina y agua.
[14] Voz gaditana que designa a los proveedores de buques.
[15] Cangrejo abundante en las costas gaditanas “carcinus maenas”.
[16] Cubrir un género con salsa o fluido espeso.
[17] “ Comentarios de la mas notable y monstruosa cosa de Italia y otros lugares”, de Ortensio Orlando.
[18] El Conciso 4-2-1812.
[19] Ana Mª Gómez Díaz, citando a Alberto Ramos.- La Manzanilla , Historia y Cultura, Las Bodegas de Sanlúcar-p.73 y p.p.
[20] El Diario Mercantil, 25-10-1.810: Ocaso a las 5 h, 24’ .
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